domingo, 22 de mayo de 2011


 HOMBRES PERDIDOS. 

César Platas Brunetti

               Cuando antes (incluso hoy) se decía que una mujer era “una perdida”, no hacía falta más explicaciones al respecto; sin embargo, cuando decimos que un hombre es “un perdido” tenemos que aclarar más al respecto. Uno se puede perder de múltiples maneras y, más allá de la connotación sexual, una de las más típicas de nuestros tiempos es la de la violencia hacia las mujeres. Sí ¡un hombre que maltrata a las mujeres es un perdido! Tan perdido como cuando nos perdemos por ese mar del inconsciente, que nos conduce a la destrucción por seguir el canto de las sirenas del poder.
               Desde hace tiempo que vengo comentando con amigos, los únicos dispuestos a escuchar cosas incómodas, que algo se estaba encarando mal en la campaña sobre los malos tratos. Se estaba dando demasiada publicidad al hecho violento, quizás para promover la denuncia (cosa todavía muy necesaria), pero muy poca atención a otras posibles salidas más positivas del conflicto. Si una persona está desequilibrada y no encuentra salidas, o soluciones propias, a sus problemas comienza ensayar soluciones desesperadas por imitación utilizando como modelo las que encuentra a mano en su ambiente. En nuestro medio vemos como, a través del cine y la televisión, la violencia se está planteando constantemente como una alternativa válida para la resolución de problemas. De allí que, a través de un estudio reciente, se haya detectado en los casos de malos tratos un efecto “contagio” cuando se difunden por medios audiovisuales. Los casos de violencia de género se dan agrupados en un margen muy reducido de tiempo, o sea, que parece que se estimulan mutuamente debido a su difusión. En una mente “perdida” cualquier estímulo (por improbable que le parezca a una mente normal), puede resultar una solución “mágica” a los problemas que se le plantean. Por tanto, cuanta más difusión se da de esta manera al problema, más se estimula su recurrencia.
               Un amigo me decía: ¡Vale!, pero ¿cuál es la solución? Las cosas no son tan fáciles, no se pueden dar soluciones “mágicas” y mucho menos generales; hay que estudiar cada caso individualmente. Sin embargo, hay algo en lo que no se ha insistido suficientemente: la educación. Si bien, en las nuevas generaciones ya se está actuando, hay una franja poblacional de gente (supuestamente) adulta en la que la incidencia de esta “ignorancia” de lo femenino por parte del hombre está haciendo estragos.

            Los hombres estamos perdidos, no tenemos una identidad propia respecto a nuestra masculinidad. Algunos intentan establecerla a través de grupos deportivos, peñas y otro tipo de agrupaciones superficiales que no les permiten desarrollar una integración de lo femenino. Todos tenemos aspectos femeninos y masculinos en nuestra personalidad (tanto hombres como mujeres) y la falta de integración en cada uno genera desequilibrios en nuestra personalidad. En la actualidad todos asumimos que las mujeres han de desarrollarse y poder acceder a terrenos tradicionalmente reservados a los hombres, para lo cual (sin dejar de ser femeninas) han de desarrollar cualidades masculinas. ¡Vale! ¿Y los hombres qué? No podemos pretender que lo hombres sigan cumpliendo las mismas premisas que antaño sin reelaborar sus funciones y necesidades.

            ¡Los hombres no lloran! Sí, es verdad, tenemos que ser como Bogart y, aunque nos estén cosiendo la lengua sin anestesia, no debemos derramar ni una lágrima. Negar el campo emocional nos hace muy vulnerables a la crítica y esto conduce a una violencia desmedida. Cuando nuestra sensibilidad es atropellada, por ejemplo, por la violencia psicológica que la mujer maneja tan admirablemente (al estar tan cerca de lo emocional, sabe como herir con el lenguaje), nos perdemos en una violencia tan ciega que pisoteamos todos nuestros principios sin vacilar. Claro que, luego viene la lucidez… y con ella la culpa. Esa culpa hace que nos sintamos tan poca cosa ante ella, que necesitamos volver a “conquistarla”… y mostramos nuestra cara más amable… y ponemos todo nuestro corazón en ello. Una vez que lo hemos conseguido creemos que todo está bien. Y así es,… hasta que nuestra “insensibilidad” comete la torpeza de pasar por alto algún “detalle” y la mujer vuelve a reclamar sus derechos. Claro que, si en un primer momento la reclamación es agresiva, la segunda vez será violenta y desatará nuevamente la caja de los truenos de la violencia en el hombre.

            La agresividad (desde el punto de vista psicológico) como autoafirmación, es necesaria para el desarrollo de la individualidad en el ser humano. Mientras que en su vertiente negativa (como violencia) no nos permite ser y disuelve nuestro impulso hacia la individuación en la “masa”; nos conmina a imitar lo que hacen otros para salir del apuro. Está claro que existen muchos factores sociales que no están interesados en que los hombres (ni las mujeres) logren realizar este proceso con éxito. La razón es muy sencilla, un hombre consciente es un hombre libre; rige su destino de acuerdo a sus propias necesidades. Si el hombre se pone en contacto con sus sentimientos, quizás descubra que esta carrera desmedida en pos del éxito (que nos vende la sociedad de consumo) a costa de sacrificarnos y sacrificar nuestro entorno no sirve de nada, ya que son las “zanahorias” para que el “burro” no deje de tirar del carro del consumo.

               Habiendo clarificado la diferencia entre agresividad y violencia volvamos sobre la historia, que es eso… sólo una historia, la realidad se teje de múltiples maneras. Pero en todas se halla presente en el hombre un vacío afectivo (algo que, si se le intentara hacer ver, negará enfáticamente), una ausencia de Amor. Cuando el Amor (sí con mayúsculas) desaparece nuestra relación de pareja se transforma en una relación de poder y, claro,… (a los hombres nos han entrenado para ganar) “a éste macho no hay quién le ponga el pie encima, antes que eso muere matando”. El hombre muere cuando olvida su mundo emocional, cuando pierde su humanidad y se pierde para siempre. Esto afecta a la mujer porque, mal que le pese, también ellas se pierden. Por ejemplo: cuando ejerciendo el poder que han obtenido lo hacen, como los hombres, sin humanidad. Cuando los hombres poderosos se casaban con mujeres más jóvenes que ellos, eran tildados de “viejos verdes” y de “rancios machistas”; pero al adquirir el poder las mujeres ¡están haciendo exactamente lo mismo! Por tanto, no es una cuestión de género, sino de poder.

            Hace poco triunfaba una serie llamada “Lost” (perdidos), iba de unos náufragos que se pierden y sobreviven en una isla que no puede ser encontrada porque “flota a la deriva”; menudo símbolo de lo que está pasando en la actualidad. Pero esto no es nuevo, ya en el siglo XVII, después de un largo período de guerra civil, en Japón, se consigue la unidad nacional y la paz. No habiendo más combates, los Samuráis se convierten en “Ronins” (“hombres a la deriva”), es decir Samuráis sin maestro que erraban en búsqueda de un empleo. Los hombres de hoy somos Ronins, hombres perdidos; y no pasaremos de ser mercenarios a sueldo de poderes bastardos (que sólo piensan en su ombligo), si no encontramos pronto ese maestro interior llamado Amor que nos guíe hacia una verdadera humanidad.